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Recuento de los daños

No estaba buscándome, pero hoy me encontré junto a la sombra de un viejo árbol casi seco (que aún así lucía mil veces mejor que yo). Me encontré hablando solo, no fue por mucho tiempo (creo), pero de un momento a otro, mi espalda quedó tendida de forma paralela a la sombra del -no tan frondoso- encino.
Estaba allí tirado, sin fines de descanso. Abatido, pues aquel soliloquio estaba golpeando mi pecho y gritándome en la cara.

Logré escuchar algunas palabras, preguntas retóricas, reclamos y algún que otro insulto. De pronto todo aquello se deformó, dejando sólo balbuceos burdos y un horrible chillido en los oídos.
Entre el agua en mis ojos apenas abiertos, traté de ver la manera de defenderme en esa reacción natural del hombre con miedo. No puedo alardear, no luché lo suficiente, me vi superado por el coraje y me invadieron unas ganas terribles de odiar; las tomé y me tomaron, me levanté sin sacudirme siquiera y huí a paso veloz de esa escena de terror.

Hay días como hoy, en los que la inercia de la vida trae a la costa todo tipo de deshechos y basura; en los que, aunque uno no quiera, se tiene que hacer un recuento de los daños. Mano a mano, ya no queda nadie a quién culpar, pero tampoco nadie que pueda ayudar. Ya la arrogancia terminó con todos y, sin más ni más, llegó a la hora del postre, que soy yo.

No estaba buscándome, pero hoy me encontré odiándome a gritos en un arrebato de culpa.

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