De porte regio y mirada de mando, pero inquieto hasta donde su responsabilidad de jefe y guardián le permitieron. Su primer derroche de afecto fue aceptarnos en sus dominios y tomarnos de hermanos. Que no nos viera asechados por soledad, nunca lo vi dudar en espantarla. Jamás le oí tampoco soltar una palabra, pero ese silencio le dejaba espacio a la sorpresa de cuando iba caminando y de pronto aparecía detrás de mí, siguiéndome, sin preguntar “¿a dónde vamos?”, resguardándome los pasos; ni tan cerca para no estorbar, ni tan lejos para no dejar de sentirnos acompañados.
De ser invasores, nos convertimos en su religión, en su dedicación y su familia. Nuestra alegría la tomó por gloria, por naturaleza, con el impulso que le provocaba esa sangre noble que fácil se notaba en sus ojos mansos. ¡Y qué alegrías! ¡Y cuánta gloria!
Debes saber, querido amigo, que es difícil ser hombre; que tiene uno que llorar la propia arrogancia para tocar la sumisión y la fidelidad de las que tú te sentabas a dar cátedra. Qué buena vida te ha dado tu mansedumbre y qué buena vida le has dado a los que miras con el cariño que, a veces, ni merecen.
¿Y ahora, amigo?, ¿a quién vas a acompañar? ¿En qué regazo vas a descansar tu cabeza de plata?
Hoy lo tomó fuerte la quietud y, de nuevo, fiel acostó su cabeza. La mansedumbre de sus ojos se le convirtió en palabras de despedida que aún resuenan por cada rincón de su manada —ahora— sin macho Alfa.
Después de eso, nada, materia ocupando espacio; sin alma. Alma que no se fuga como aquel último aliento, alma que se ha mudado de territorio, que resguarda ahora otros dominios. Alma que ahora corre inquieta, que descansa y acompaña, que habita con pureza en el recuerdo de los únicos seres que existieron para él... esos que lo van a extrañar.
Descansa en paz, buen amigo y, sin preguntar “¿a dónde vamos?”, recorre ese camino con la confianza de siempre. Debes saber, querido amigo, que seguirás sorprendiéndome cada que en alguna caminata, voltee hacia atrás y venga, siempre fiel, siguiéndome de cerca tu recuerdo.
Gracias, amigo, gracias por domesticarme.
De ser invasores, nos convertimos en su religión, en su dedicación y su familia. Nuestra alegría la tomó por gloria, por naturaleza, con el impulso que le provocaba esa sangre noble que fácil se notaba en sus ojos mansos. ¡Y qué alegrías! ¡Y cuánta gloria!
Debes saber, querido amigo, que es difícil ser hombre; que tiene uno que llorar la propia arrogancia para tocar la sumisión y la fidelidad de las que tú te sentabas a dar cátedra. Qué buena vida te ha dado tu mansedumbre y qué buena vida le has dado a los que miras con el cariño que, a veces, ni merecen.
¿Y ahora, amigo?, ¿a quién vas a acompañar? ¿En qué regazo vas a descansar tu cabeza de plata?
Hoy lo tomó fuerte la quietud y, de nuevo, fiel acostó su cabeza. La mansedumbre de sus ojos se le convirtió en palabras de despedida que aún resuenan por cada rincón de su manada —ahora— sin macho Alfa.
Después de eso, nada, materia ocupando espacio; sin alma. Alma que no se fuga como aquel último aliento, alma que se ha mudado de territorio, que resguarda ahora otros dominios. Alma que ahora corre inquieta, que descansa y acompaña, que habita con pureza en el recuerdo de los únicos seres que existieron para él... esos que lo van a extrañar.
Descansa en paz, buen amigo y, sin preguntar “¿a dónde vamos?”, recorre ese camino con la confianza de siempre. Debes saber, querido amigo, que seguirás sorprendiéndome cada que en alguna caminata, voltee hacia atrás y venga, siempre fiel, siguiéndome de cerca tu recuerdo.
Gracias, amigo, gracias por domesticarme.
Comentarios
Publicar un comentario
Se aceptan comentarios