La vida no se puede medir. Ni siquiera con ese terrible invento del hombre llamado «tiempo». Pero si la vida pudiera medirse, no se mediría horizontalmente, no se mediría en bueno y en malo ni en placentero o desagradable (todos estos son también inventos absurdos del hombre que se piensa cuerdo en su afán por etiquetarlo todo).
Debiera la vida medirse verticalmente, como se mide la distancia al cielo. ¿Qué interesa dónde se está parado?, si lo verdaderamente importante es saber qué tan cerca se está de las estrellas, de lo anhelado, del Non Plus Ultra. Qué afán de ponerle nombre a todo, qué afán de saberlo todo, de controlarlo todo. Iluso humano, tus conceptos no rigen al mundo real. No existe más que en tu conciencia lo bueno y lo malo, sólo tantos grados de dificultad como cifras hay entre el uno y el dos. Por eso es que la vida debe medirse verticalmente, con tan sólo solo dos factores variables: la dificultad y el esfuerzo. Y es todo lo que debería ser nombrado y analizado, esta simple y caótica relación entre el esfuerzo y la dificultad debería tener lugar privilegiado en nuestras mentes obsesionadas con la comodidad y el hedonismo.
Necesitamos lo áspero, necesitamos entender la vida y abrazar la muerte para dejar de temerle. Necesitamos el miedo, pero debemos dejar de temer. Siglos de esconder nuestras mentes cobardes en la masa ideológica, desacreditando a todo al que cree, siente o prefiere distinto, poniendo la fe en las riquezas y la razón en los placeres.
Si la idea es rozar las estrellas, se debe siempre elegir el camino más difícil, el camino de la gratitud, el camino del perdón, el camino de la lealtad y la confianza, el camino de respetar las libertades y las decisiones, el camino de cuidar a quien te quiere y querer a quien te cuida, el camino de estar solo con uno mismo, el camino áspero. ¿Quién ha decidido que es mejor el camino de reir que el de llorar?, ¿quién ha decidido que es mejor el camino de ganar que el de perder?, ¿quién nos dijo que la soledad es agonÍa? ¿Qué desviado demonio fue el que nos enseñó que el camino fácil era el mejor?
Que los dioses de todo hombre nos libren de la comodidad y el hedonismo, que nos tiene atados a un mundo con la mecha a punto de agotar. Que la vida nos enseñe a vivir en la dificultad, para apreciar la lágrima del hermano y la sonrisa del amigo. Que el amor nos muestre el camino del sacrificio y las recompensas de las lealtades. Si en realidad existe tal cosa como lo bueno y lo malo: seguramente no me equivoco al pensar que no valen lo mismo y, por ende, tampoco cuestan lo mismo. Pero no me mal entiendan, que de mártires hay sobrepoblación, el cielo no es para las magdalenas. El llanto del esfuerzo se disfruta, se porta orgulloso, se mezcla con pasión y alimenta al Ego.
El Dios en el que yo creo, actúa con ambas manos: diestra y siniestra. Con la diestra ha creado, protege, consuela y con su siniestra corrige y enseña. Esa dualidad es la máxima de mi vida, una parte dictada por lo que no hemos elegido: la vida, los regalos y las coincidencias y la otra regida por lo que podemos elegir: aprender gracias al obstáculo, crecer gracias a la experiencia y soportar lo suficiente como para alcanzar nuestro cielo.
La trascendencia llega, pero tiene que encontrarnos con una lágrima en la mejilla y lodo en las manos. Mientras lo estemos intentando, lo estamos logrando: Ad Astra Per Aspera.
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